Dientes, dientes…

La entrada de hoy la dedicaré a soltar mi rabia contra mis problemas odontológicos.

Como buena mamífera, estoy hasta los ovarios de que me toquen las encías. No nos gusta, cuando nos acercan una mano con cacharros amenazantes a la boca, mordemos.

Relación con mis dientes: los cuido, los lavo, y les agradezco su función.

Todas hemos escuchado eso de que los embarazos son muy malos para la dentadura, y que hay que cuidarse mucho porqué le puede afectar al bebé una infección fuerte… Más miedos innecesarios, más preocupaciones y más cosas a tener en cuenta. Hay mujeres con muchos hijos y con una dentadura estupenda, y otras como yo, hagamos lo que hagamos, tenemos mala dentadura.

De pequeña, tuve muchas caries. Era ciudadana de este mundo occidental, donde rebosan las harinas refinadas, los zumos con extra de azúcar, refrescos, la bollería industrial como pilar de los desayunos y meriendas, las chuches, el chocolate… Aunque nunca fui golosa ni comilona, una dieta de base ácida, no ayuda a cuidar el esmalte. Andaba siempre con mi cepillo arriba y abajo, mis pastas y enjuagues cargados de flúor (grave error)… y una paranoia constante de que si no lo hacía bien, tendría que volver a vérmelas con ese maldito aparato que hace un ruido tan desagradable. De recuerdo, tengo unos cuantos empastes, feos y nocivos (mercurio), de amalgama, que algún día tendré que retirar.

Además de unos dientes de calidad «marca blanca» caducada, y desordenados, según mis dentistas, tenía la boca diminuta y el paladar como una cueva de liliputienses. Si no «arreglaban» pronto esa desgracia de la naturaleza ( drama forzado ), mis dientes sucumbirían al caos, empezarían a hacer castillos, como buenos catalanes, y acabaría con una mordida como la de alien, pero en formato daliniano.

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Antes de que me hiciese mayor, tuve que hacer una carrera contrareloj para domar a mis quijadas. Llevé un aparato para ensanchar mis encías que hacía que hablase como una borracha. Me impedía comer y beber, y me dejaba la boca seca como una mojama. Después llegaron uno, dos, no se cuántos aparatos para alinear y dibujar una dentadura que no ofendiese a quien viese mi sonrisa. Matizo: no era tan grave, pero me voy a dejar llevar por el drama facilón, ya que los dentistas eran tan exagerados. Parecía que si no tenía una sonrisa de anuncio, no sería capaz de comer y moriría de inanición. Oh, este incisivo no esta del todo bien, hay que encarrilarlo…

Luego llegamos a la fase: Ah! que dientes tan grandes para una boca tan pequeña, ahí no te va a caber una dentadura completa… Y yo pensaba: Pues póngame media oiga… Es lo que tiene la dentición adulta, que sale en tu boca cuando todavía eres una niña y la desproporción es notable. Mi odontóloga, había dado con una mina. Empezó extraerme piezas, primero las de leche para controlar bien la aparición de las siguientes. Luego se cebó con las definitivas, de las que si un día te fallan, te quedas sin. Y eso no se hace, no lo digo yo, lo han dicho los dentistas que me han visto más tarde.

Me robaron mis colmillos. Si, no tengo. Si quiero comer una presa cual leona, no puedo, mejor me la pones picadita y me hago una hamburguesa. Tenían que sacarlos porqué no cabían, por eso no me salían. Entonces, existía el enooorme peligro de que asomasen por donde les diera la gana, y destruyeran esa sagrada familia dental que me estaban construyendo. Me hicieron una «pequeña intervención», así te lo venden, en la que abrieron mi paladar, y sacaron los colmillos de allí, enteritos, antes de nacer. Limaron mis premolares para que el efecto visual fuese que sí que tenía caninos. Y me da rabia, porque nadie sabia a ciencia cierta que eso iba a pasar, y si pasaba, podía no ser tan grave. Me he quedado sin mis colmillos de reserva, y nunca se sabe si en un futuro, desdentada, hecho de menos tener un par de piezas de reserva.

Cuando más o menos tenía una boca decente, llegaron los braquets. Con 15 años, una bonita época para sentirse más fea todavía. Ya harta de ser la cobaya de los odontólogos, que veían en mi un mundo de posibilidades, como si fuese un ático antiguo a reformar. Después de no poder morder, y del dolor de cuando te los aprietan ( que pasas una semana a base de sopas y paracetamol para el dolor de cabeza). Se me quitaron las ganas de volver a pasar por eso cada mes. Y yo, que era muy independiente y tenía que ir de una punta a otra ( un autobus, un tren, y una línea de metro entera me tenía que comer), para hacerme la revisión mensual, empecé a no ir… Iba un poco cuando quería y otro poco cuando mi madre, harta de que no fuese, me metía la santa bronca-charla de lo que habíamos sufrido con mi boca, de todo el dinero invertido, que no lo podía dejar ahora…

Tres años con ese amasijo metálico intentando hacer de mi boca algo decente. Cada vez que aparecía por la consulta, los odontólogos se echaban las manos a la cabeza: ¡pero si llevas X meses sin venir! y me daban la charla también. Entonces, se les ocurrió que tenía que llevar unas gomitas, desde los dientes de arriba a los de abajo. Lo probé, yo soy muy bien mandada. Pero entonces, estaba trabajando de camarera, y era, además de incómodo, díficil para vocalizar y parecer «agradable» a la clientela. Y dije: hasta aquí.

Asqueada, pregunté: ¿va a durar mucho más? con la ceja levantada. Tenía los dientes rectos, ordenaditos, ¿qué más querían? La odontóloga que ya me conocía, y sabía que no íbamos a avanzar mucho más, me dijo: bueno, en la próxima visita te los quitamos. No sabéis la liberación que eso supuso para mí… A la siguiente cita no falté. Peeero, todavía quedaba algo por hacer. Radiografía, ya que las muelas del juicio no habían aparecido, y debíamos localizarlas, no sea que un día aparezcan en una oreja… También una limpieza, algún empaste, por supuesto, y revisiones bianuales, ¡como mínimo!

Después de tantos años buscando la perfección, no consiguieron que tuviese una boca normal. Es aceptable estéticamente, pero no es del todo funcional: no puedo morder. Mis dientes no se juntan por la parte de delante al cerrar la boca. Así que algo tan simple como comer una alita de pollo, para mi es imposible. Pero no me quita el sueño.

Me rasparon los restos de pegamento de los dientes, y el drama, otra vez: tienes que sacarte esas muelas. Dos intervenciones más, 4 piezas menos, by the face. Bueno no, pagando, como todo. Dije: Vale, ya pediré hora. Salí corriendo de allí, y nunca más supieron de mi. Así que, desde los 18 hasta los 29, no he pisado la consulta de un dentista. No los quiero ni ver, con todo mi cariño y respeto a la profesión…

Consecuencias negativas: cero. Mis muelas del juicio residen felices en mí, 3 están perfectamente colocadas donde les toca, sin daños colaterales. La otra dice que aún no se siente preparada, pero ahí tiene su hueco perfecto donde nacer cuando quiera.

Para prevenir problemas en el embarazo, me hice una limpieza y revisión. Fui a la consulta preguntando por la composición de los empastes, ya que los que son a base de resina suelen contener bisfenol A. Y no me convencía por ser disruptor endocrino ya que sufría hipermenorrea y sangrados entre ciclos. Así que le expliqué mi postura al dentista, que alucinaba al ver que iba tan informada. Acordamos que me empastaría lo necesario, y con buena higiene y limpiezas mantendría a ralla lo que quedase.

Tenía 4 caries, una de ellas más profunda. Me arreglé esa, y empecé a cuidar mucho más mi alimentación: sin azúcar, café, harinas ni cereales refinados, reduciendo carbohidratos… consumiendo como base alimentos prebióticos, y con el primer embarazo, dejé de fumar.

En la revisión del embarazo de Aritz, se había obrado un milagro. Desaparecieron las caries. No es que pretenda que los dentistas se las inventan, me quejo de que no te dan ciertas pautas básicas para prevenir. La medicina convencional se centra en intervenir y arreglar algo concreto, y deja de lado el equilibrio general del cuerpo.

Mi actual problema, desde el embarazo de Aritz, es la inflamación y sangrado de las encías. Después del embarazo me tuve que hacer un raspado completo porque tenía periodontitis. Me pautaron higiene extrema con cepillo tradicional e interdental, enjuagues con clorhexidina, y después, otro para prevenir la inflamación. Esperando mejorar tras el dispendio en el tratamiento, me lo tomé muy en serio.

Pero no mejoro… Una amiga me aconsejó el oil-pulling, que consiste en hacer enjuagues diarios de 20 minutos con aceite vegetal. Lo he hecho, pero no noto ningún cambio. Creo que es puramente hormonal, y que haga lo que haga, persistirá mientras dure el embarazo. Me han aconsejado irrigadores, pastas de dientes ayurvédicas, enjuagues con aceite esencial de pomelo… Tengo una lista de remedios naturales para probar, pero tenemos una economía humilde, así que no puedo estar gastando dinero.

Ya hice un gasto en enjuagues y pasta de la marca «amiga» de mi dentista… Y me da rabia porque sé que esos productos son muy agresivos, y creo que se están cargando las bacterias beneficiosas de mi boca. No me hace ninguna gracia usarlos… Además de que son sospechosos de producir cáncer oral a la larga. Me consuelo pensando que sólo lo voy a usar durante el embarazo, y lo hago sólo por miedo a sufrir un parto prematuro o cualquier otra complicación a causa de una infección.

Espero mejorar cuando me hagan la limpieza… aunque ya me dijeron que la inflamación no se debía al sarro, ya que hace muy poco que me hice el raspado. A lo mejor pruebo algún otro remedio…Ya os iré contando mi odisea dental…

PD, dirigida a mi madre: Se que lo hiciste por mi bien, y te estoy agradecida de que invirtieses tiempo, dinero y esfuerzo en mi dentadura. Sólo escribo por la indignación que me produce estar esforzándome en cuidarme y no conseguir nada.

 

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Abrazos mamíferos ❤

 

Puerperio sin Aritz

Los primeros días sin nuestro hijo en mi vientre fueron un doloroso proceso de reubicación. No me sentía cómoda viéndome en el espejo, no me reconocía, mi cuerpo estaba en un impás. No sentía ése cuerpo como mío. La ropa que llevaba durante el último mes me quedaba grande, y la de antes no era tampoco mi talla. Después de dar a luz, se me ensancharon mucho las caderas, un par de tallas de golpe, así que no me iban mis pantalones. Mi nuevo físico me desconcertaba, tenía sentimientos contradictorios al respecto. Por un lado no me gustaba mi barriga recordándome su ausencia, pero también la veía con nostalgia, cómo un único recuerdo suyo. Mi útero palpitaba, encogiéndose, sentía cómo todo se reubicaba y descedía lentamente… Era descorazonador sentir movimientos dentro de mi que me recordaban tanto a mi hijo. La primera ducha sin él, la primera comida, la primera noche… Cada acción y todas las siguientes me recordaban que él no estaba con nosotros.

Cada vez que me quedaba un rato sola, lloraba, me hundía, me enfurecía, me desbordaba la cruda realidad y me consumía la impotencia. Yo dejaba las lágrimas salir, y pasaba horas en la más profunda tristeza, vivéndola, dejándole el espacio que necesitaba. Cuando mi pareja notaba que había estado llorando, me abrazaba, me acompañaba y nos desahogábamos juntos.

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Los desajustes hormonales propios del puerperio, ya te dejan bastante emocional aunque no hayas tenido un parto traumático. Y cuando no tienes a tu bebé para compensar con ésos subidones de oxitocina y endorfinas, la situación y la carga hormonal te superan. Los días de sangrado y los dolores de los entuertos lo hacían más insoportable. Es mucho tiempo, y quieres retomar el ritmo habitual, pero el cuerpo te recuerda tus limitaciones.  Estaba no-embarazada, pero tampoco me ubicaba en ningún punto del ciclo menstrual. Me hacia sentirme todavía más perdida, ajena a mi cuerpo. Estar casi durante cuarenta días expulsando todo aquello que acompañaba a mi hijo dentro de mi, era como despedirme lentamente, día a día, de lo poco que en éste mundo físico quedaba de él. Ahora me doy cuenta de que, simbólicamente es sanador, el cuerpo tiene su ritmo, no pasas de cero a cien en un día. Es un proceso paulatino de reencuentro contigo misma y de adaptación a la nueva realidad.

Un par de días después del parto, tuve un poco de fiebre, y se empezaron a hinchar mis pechos… Mi mente, y mi cuerpo esperaban a mi hijo, todo estaba preparado, y él no estaba. Tuve leche durante un par de semanas, fue doloroso físicamente, y emocionalmente devastador… Pero de ésto ya hablaré en otro post más detalladamente. Además, como os conté en la entrada Resultados de la necropsia de Aritz, tuvimos que hacer las gestiones para autorizarla, lo que supuso tener que volver a ese hospital dos días después del parto, ver a mi ginecólogo, y volver para recoger los resultados un mes más tarde.

La primera semana, cogí un resfriado fortísimo, y también me apareció un eccema muy molesto en la cara. Además tenía mucho dolor pélvico.  Aprovechando que hablé con mi comadrona, le pedí cita para verme, revisarme y hablar un poco. Me hizo un tacto para ver si se iba cerrando el cuello del útero, y me hizo muchísimo daño. Le insistí en que el dolor que tenía me preocupaba, que lo tenía desde antes del parto. Cada vez que orinaba, me sentaba o levantaba, sentía fuertes pinchazos. Así que me hizo una tira de orina y salíó que tenía infección. Me indigné, ya que lo intuía, mi ginecólogo me dió largas los últimos meses del embarazo (habiendo tenido infecciones recurrentes durante el embarazo), llevaba un par de meses quejándome, yendo a urgencias, y no hicieron cultivo hasta que fue demasiado tarde…

Empecé a notar también, que además de sangre, empecé a expulsar unos trozos de tejido de un par de centímetros. Me preocupé, ya que mi ginecólogo traccionó el cordón umbilical, y eso podría haber hecho que quedasen trozos de placenta, con el peligro que éso conlleva. Me agobié mucho, no quería volver a ése hospital, y la posibilidad de tener que pasar por un legrado, después de todo, me ponía de los nervios.

Conseguí que me diesen hora un par de días después para una ecografia, para descartar que hubiesen restos. Mientras tanto, y gracias a la asociación Dona Llum, tuve la suerte de que una comadrona fantástica, me ofreciese su numero personal. Así que pude consultarle a ella, le envié fotografías de lo que iba expulsando, y me aconsejó con mucho cariño y profesionalidad. Me recomendó también tomar probióticos, ya que con los antibióticos (siempre debe hacerse, pero nunca nadie me lo dijo) la flora se desequilibra y por eso después de cada toma, enlazaba con los hongos. Mientras esperaba al día de la ecografia, me dijo que estuviese atenta y acudiese a urgencias si tenía hemorragias fuertes, dolores intensos, mal olor, fiebre… Ella me transmitía seguridad y mucho de soporte emocional, simplemente haciéndome sentir escuchada, y se preocupó de ir sabiendo como evolucionaba. Esa atención tan personalizada y humana no la he encontrado jamás en la seguridad social.

En la ecografía no encontraron restos de placenta, todavía quedaba algo por expulsar, pero se suponía que eran sólo coágulos. Así que volví a casa algo más tranquila, y vigilando los síntomas hasta que acabase la cuarentena.

Pasaron un par de semanas y, aunque noté mucha mejoría después del antibiótico y el probiótico, y conforme fui expulsando los coágulos los dolores aflojaron, no acababa de sentirme bien del todo. Además estaba débil, después de tanto sangrado, seguro que tenía anemia. Así que pedí cita con mi doctora de cabecera. Ella consultó mi historial, y vió que el día del parto me habían hecho citologia y cultivos y di positivo en cándidas e infección de orina. Menos mal que decidí insistirle a mi comadrona y ella me encontró la infección semanas antes, que si fuese por los del hospital todavía la tendría…  Me dijo que los antibióticos que tomé eran los adecuados para la bacteria que tenía, así que la infección debía de estar solventada. Me recetó óvulos para los hongos, pero como no tenía molestias (los probióticos debieron irme muy bien para regular la flora), me dijo que no hacía falta que los usase si no volvían a aparecer.

Fue muy amable, escuchó todos mis síntomas, y me programó analíticas y estudio hormonal para ver como estaba de todo. Me dijo que era normal tener el cuerpo «loco», y que en mi caso, el estrés que había sufrido podía desencadenar que me bajasen las defensas y enfermase. En los resultados me detectaron algunas hormonas alteradas, debido a que hacía muy poco del embarazo y aún tardarían en volver a la normalidad. Las defensas altas, por las infecciones recientes. Y anemia, así que empecé a tomar hierro durante un par de meses.

Después me revisé en el dentista, que me dijo que tenía periodontitis. Debido a las hormonas del embarazo me había avanzado muy rápido. Eso me deprimió bastante, quería estar sana, y me daba la sensación de que no acabaría nunca. Así que me tuve que hacer un raspado completo, muy desagradable y caro, pero era necesario de cara a un futuro embarazo tener las encías sanas.

Sufrí durante meses, pesadillas por la noche y flashbacks durante el día con imágenes del parto. Los días, las horas, los minutos…. se hacían eternos. Deseaba que pasase el tiempo para estar más lejos de ése presente tan doloroso. El peor momento del día era la noche, irme a dormir sintiéndome vacía… se me hacía muy duro. Me había acostumbrado a dormirme hablándole, acariciándome la barriga, darle las buenas noches y decirle cuánto le queríamos… Recordaba como era coger postura en la cama y sentir como él se recolocaba, adaptándonos el uno al otro. Me sentía muy sola sin él, me costaba horrores dormirme.

Por las mañanas no era mucho mejor, despertarme literalmente de una pesadilla, tensa y agotada, y darme cuenta que mi vida era una pesadilla en sí misma. No sabía si era peor seguir dormida o despertarme. Mi pareja, que siempre se despierta antes que yo, iba viniendo a ver si me podía despertar. Me dejaba toda la tregua que pedía, fue muy comprensivo. Vivir ésa realidad era insoportable, todo me recordaba a mi hijo, al parto… Cuando estaba embarazada de Aritz, por la mañana, me quedaba un rato estirada, pendiente de sus movimientos, ésos momentos eran pura felicidad. Después venía mi pareja con el desayuno, y le explicaba orgullosa, todo lo que había hecho nuestro hijo. Así que el cambio drástico de rutinas hacía que por la noche tuviese insomnio, y por las mañanas estaba tan agotada y deprimida que no podía levantarme.

Con mi pareja pude hablar de todo lo que sentía, lloramos juntos todo lo que necesitábamos, y estuvimos muy unidos. Por suerte, él estaba de baja, así que pudimos permitirnos vivirlo en casa, juntos y sin prisa. Desde el principio, tuvimos muy claro que queríamos sanarlo, y quedarnos con la parte bonita. La felicidad que nos trajo su llegada a nuestra vida, como nos unió, la alegría de los meses de embarazo y de cada pequeño avance, todo lo que hemos aprendido… Por respeto a nuestro hijo, no queremos recordarle con tristeza, él nos trajo luz, así que debemos recordarle con una sonrisa. Para poder llegar a ése punto, tenemos que soltar todo lo negativo, y conseguir estar cada día más en paz con lo que sucedió. Tenemos claro que el dolor y su ausencia son imborrables, pero intentamos vivirlo con naturalidad, sin pretender no estar rotos, pero tampoco anclarnos en la rabia o la depresión.

Necesitábamos, nos faltaba, tener un recuerdo suyo. Nos dolía quedarnos con las manos tan vacías. Le dije a mi pareja que quizá podíamos pedir que nos guardasen sus huellas, o una fotografía, y estuvo de acuerdo conmigo en pedirlo. Nos daba miedo que fuese demasiado tarde, pero queríamos intentarlo. Nos hacía muchísima ilusión podernos hacer un tatuaje en su honor con sus huellas. Y lo pedimos, nos costó y no nos aseguraron nada, (os lo cuento aquí). Todavía tenemos pendiente hacernos el tatuaje, en cuanto podamos.

Tanto él como yo, preferimos pasar esos momentos en la intimidad. No quisimos ver ni a familiares ni amigos. A lo mejor otros buscan apoyo, pero nosotros no lo necesitamos. En casa nos sentíamos cómodos, seguros y libres de empezar el duelo a nuestro ritmo. No es que nos encerrásemos en nuestra tristeza, es que no nos sentíamos preparados para compartirlo. Pero, yo parí el 7 de diciembre, así que, en poco tiempo se nos echaba encima la Navidad. No nos apetecía en absoluto. Ése año tenían que ser unas fiestas especiales, con nuestro hijo, y todos nos habían preparado regalos para él. Así que se hacía muy cuesta arriba, nos hubiese gustado posponerlas, parar el tiempo, saltar ésos días…

Poco más de un mes después del parto, el 10 de enero, empecé a manchar un poquito, y tres días más tarde vino mi primera menstruación. Me alegró mucho poder volver a coger el «ritmo», identificarme otra vez con mis ciclos. Fue muy suave, yo siempre las he tenido muy abundantes, de una semana larga y mucho dolor. Las siguientes también fueron así, solamente un día fuerte, un par de manchado ligerito y sin dolor. Me sorprendió gratamente que fuese tan fácil y agradable volver a menstruar. A partir de entonces, ya podíamos empezar la cuenta atrás, 3 ciclos para volver a buscar un nuevo embarazo. Me daba vértigo, mucho miedo… pero era la única ilusión que teníamos a la que acogernos. Así que le echamos paciencia, ganas, ilusión, y valentía. Así que empezamos a hacernos a la idea de hacia dónde iba nuestra nueva vida… y nos ha llevado a reencontrar la felicidad con el bebé que estamos esperando.

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Abrazos mamíferos ❤